martes, 27 de agosto de 2013

Brújula para navegantes emocionales (Fragmento)

Dejo aquí  (en formato texto y formato audio) parte del Epílogo de este libro de Elsa Punset. Condensa y resume perfectamente lo que supone estar vivo en cualquier etapa de la vida y cómo nos enfrentamos a todos esos sentimientos que, desde que nacemos hasta que morimos, se convierten en nuestros compañeros inseparables de camino. Eso sí, si tenemos una buena brújula bueno será nuestro camino...
Una vez más espero que os guste...

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 A veces la vida parece estancarse. En estas épocas de espera resulta útil recordar que las etapas de la vida tienen un ciclo natural de crecimiento, plenitud y decadencia, tras el cual se inicia un nuevo ciclo. En esos momentos la debilidad y la impaciencia no logran nada. El tiempo de la psique no es el tiempo de la vida diaria. Hay que darse tiempo para madurar y encajar las situaciones, tiempo de cara al desarrollo de las relaciones personales, tiempo para reconocer dónde nos hemos estancado y por qué. Hay que situarse en un ámbito más intemporal para poder examinar y superar las crisis propias de cada etapa con calma. “¿Qué necesito?, ¿de dónde vengo?, ¿cómo me pueden ayudar estas experiencias para conocerme mejor  y evolucionar?”. A menudo desperdiciamos oportunidades de cambio porque queremos forzar los acontecimientos en unas circunstancias y un tiempo que no es el suyo. Nos aferramos a nuestros deseos y el miedo, de nuevo, nos condiciona demasiado.
Al contrario de lo que solemos creer el proceso de evolución y desarrollo humano, psíquico y físico, no se detiene al final de la adolescencia: prosigue durante toda la vida. A lo largo de la vida no cambian las emociones, sólo cambia nuestra capacidad de gestión y nuestros recursos frente a estas emociones. Tendemos a considerar la edad adulta como un camino lineal y estable, pero tiene sus propios ciclos o etapas, con sus puntos de inflexión y crisis características que es necesario reconocer y solucionar de la mejor manera posible. No se puede superar una etapa y adentrarse en la siguiente sin solucionar la etapa y crisis anteriores. El umbral de nuestra vida presente es el conjunto de nuestras experiencias pasadas
Tras los años de la infancia y la adolescencia el adulto sale al mundo exterior donde ha de aprender a vivir sin la protección del hogar de los padres y sin su consiguiente red de seguridad emocional. Los primeros años de juventud, en general hasta los 25 ó 26 años, son una etapa peculiar y hasta cierto punto engañosa. La “vida real” con sus obligaciones y decepciones todavía queda lejos en esos años: todas las oportunidades aún parecen abiertas y las diferencias y debilidades personales se disimulan tras el barniz de la juventud. La primera prueba real será en breve, cuando cada persona vaya tomando las decisiones, a menudo basadas en motivaciones inconscientes, que empezarán a cerrar puertas y a condicionar el resto de su vida.
En las sociedades occidentales, en esta etapa de optimismo y libertad no se nos dice claramente que cada paso mal dado tendrá repercusiones importantes para el futuro. Muchos se confían y hacen poco para sacar partido a este tiempo dorado y efímero que parece alargarse al infinito.
La familia suele pasar a un segundo plano porque se descubre la emoción de poder elegir al propio grupo humano: la red de amigos y los primeros amores son el campo de ensayo de la fusión con los demás. El amor, la búsqueda de pareja, la amistad, todo apunta a una etapa vital en la que descubrimos a los demás, a veces a costa de perder nuestro propio centro, sobre todo si no tuvimos antes una buena educación emocional.
En torno a la treintena la mayoría elige ya pareja estable y una profesión con la que ganarse la vida. La borrachera de la juventud y despreocupación empieza a tocar su fin. Para algunos se tratará de encararse a una nueva etapa de la que también podrá extraer experiencias positivas, sobre todo si la elección de pareja ha sido acertada: ésta será sin duda una de las decisiones que más pesará en la balanza de la felicidad de cada uno, por encima del nivel económico y de la ocupación profesional
Para otros, sin embargo, los espejismos de la juventud desvelan ahora un camino más accidentado y dificultoso del esperado. La vida empezará a propinar decepciones profesionales, personales, económicas, emocionales. En el horizonte de los eventos tristes o dolorosos que pudieran ocurrirnos a partir de una cierta edad, cada vez es más probable que algo nos alcance: la traición de un amigo, la muerte de un familiar, los problemas económicos para llegar a fin de mes, las crisis con la pareja, las limitaciones económicas que nos obligan a vivir donde no queremos, y con la llegada de los hijos, la falta de tiempo, el cansancio y una responsabilidad inacabable por la vida de los demás.
Algunas personas llegan a la edad de la madurez adulta, en torno a los 35 años, escarmentadas por el dolor. Deciden entonces que las emociones son dañinas, que existen sentimientos que hay que apartar de uno mismo para no sufrir. A veces a este proceso lo llaman “madurar”: se refugian en ser razonables, niegan la fuerza del amor y se resisten a considerar que el dolor pueda ser una fuente de transformación y de empatía. Prefieren vivir con las emociones adormiladas o reprimidas con tal de no enfrentarse a sus efectos transformadores e intensos.
La emoción no es debilidad. Sin emoción no hay vida plena. No se pueden ignorar las emociones porque nunca desaparecen: estamos obligados a hacer algo con ellas. Si las apartamos, reaparecen en sueños o bien a través de otras manifestaciones inconscientes, como las crisis de angustia, tan corrientes en las crisis de la edad adulta.            La psique se resiste a morir, a despojarse de las ganas de vivir y sentir. El instinto lucha por seguir vivo. Aquellas personas que creen que el paso de los años entraña la renuncia a las emociones y a los sueños aceptan tácitamente envejecer, aceleran incluso el proceso de envejecimiento, físico y psíquico, para acabar cuanto antes con el dolor de la lucha interna que padecen. Es una salida habitual a la crisis denominada “luto por la juventud”, cuando triunfan los miedos de la edad adulta: el miedo a la muerte, a quedarse sin trabajo, al dolor emocional, a la soledad… y sobre todo, el miedo al cambio.
En realidad la vida después de los 40 años debería ser una vida rica psíquicamente: las emociones son tan rotundas como a los 20 años, pero se ha acumulado experiencia para hacer frente a la marea emocional, e intuición y templanza para recorrer el camino de forma más deliberada. Conocemos el valor del tiempo y sabemos que somos capaces de sobrevivir al dolor. Reconocemos de forma instintiva nuestros patrones negativos y a veces podemos evitarlos, o incluso desactivarlos. Las inundaciones emocionales son menos frecuentes. Cuando surgen, el sentido del humor, una magnífica herramienta de gestión emocional que suele florecer con la madurez adulta, nos permite incluso celebrar que nuestra psique esté viva. La debilidad y el desconcierto emocional son pasajeros cuando tenemos los recursos para analizar una situación y para gestionarla adecuadamente. Cuando entendemos las razones de nuestro desasosiego emocional, podemos razonarlo e incluso controlarlo. Con cada esfuerzo por entender y situar en su contexto nuestras emociones y nuestra vida salimos reforzados
Otro elemento importante en toda vida humana es la integridad, la fusión de la identidad pública y privada. Una identidad adulta sana encajará tanto con nuestra personalidad como con el mundo que nos rodea. Si éste no es el caso, probablemente suframos problemas psíquicos, como depresión o ansiedad. Una persona gregaria y activa se deprimirá en una profesión solitaria. Una mujer solitaria y pacífica no será feliz trabajando en el servicio de urgencias de una ciudad peligrosa. Si nuestra identidad adulta no encaja con el mundo exterior, nos sentiremos alienados del mundo. Antaño las personas luchaban contra la tiranía de la sociedad cerrada. Pero en una sociedad donde ya no se nos imponen tantas estructuras mentales y sociales, las crisis identitarias no suelen ser fruto de los conflictos interpersonales, sino internos. Tenemos un ámbito de elección enorme y muy pocas referencias por las que guiarnos. La rebelión suele darse contra uno mismo.
Otra oportunidad que ofrece la madurez emocional es no confundir nuestro ser con nuestras circunstancias, sobre todo cuando éstas se tornan difíciles. Los adultos emocionalmente maduros saben que el mundo es inseguro y cambiante y que nada externo puede darles una seguridad real.  Buscan, por tanto, esa serenidad en su interior. Así, cuando los problemas acechan es posible que hallemos en nosotros mismos el lugar emocionalmente seguro al que acudir – el hogar invisible que todos llevamos dentro, aquel que los niños, en su infancia, necesitan ver proyectado en el hogar de sus padres-. Durante la juventud se lucha de forma  casi física para conseguir una forma de vida determinada y reclamar un lugar en el mundo. La madurez supone una lucha basada en los valores conscientemente elegidos. Aunque es la época del reconocimiento de la realidad – es decir, de los límites - , lo es también del desarrollo de la fuerza necesaria para superar los obstáculos, y de la capacidad de apartarse de forma consciente de determinados modos de vida, influencias o personas. Todo ello implica riqueza y fortaleza interior, desde cualquier perspectiva vital o creencia que se tenga.
Dice la escritora Lise Heyboer: “…la vida necesita ritmo y estructura, pero no acepte que éstos sean rígidos, porque entonces no estarán vivos. Haga su propia música, cree un jardín como un cuento de hadas, cocine una cena de reyes, ame como Romeo. Cuando uno abandona el camino corriente esculpe un paisaje en el alma y la vida ya no es una línea recta del nacimiento a la muerte. Surge un paisaje con montañas y campos que dan estructura y energía al alma. Más tarde todo se poblará de ricas memorias”.
En este camino y en este paisaje cualquier apoyo es bienvenido: la mirada cómplice, la palabra de aliento, el destello de la comprensión. Nacer y vivir en este gigantesco y apasionante laboratorio humano implica una soledad implacable, a veces difícil de superar. Sin embargo, no podemos renunciar a encontrar el sentido de nuestra vida ni a compartirlo con los demás, desde la compasión y el respeto que merecen tantas personas por el esfuerzo inmenso que supone aprender a vivir sin miedos.

    Elsa Punset, Brújula para navegantes emocionales




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